lunes, 2 de abril de 2012

Eisner no quiso contratarme (II) – De canoas y payasos

Continúo, queridos lectores y patriotas, con el relato de como Michael Eisner libró una guerra de exterminio contra mi carrera profesional impidiéndome sistemáticamente llevar a buen puerto mis proyectos.

La pasada semana les explicaba quién se oculta detrás del nombre de este empresario y directivo de éxito, como se hizo con el control de una Disney que caminaba de la mano de un ex jugador de fútbol americano hacia la quiebra y la convirtió en una de las compañías mas rentables de la industria audiovisual y en un auténtico gigante multinacional con millones de beneficios anuales. Pero esta semana debemos viajar atrás en el tiempo para comprender los motivos que impulsaron a Eisner a truncar mis esperanzas de éxito cada vez que se le presentó la ocasión. Viajar atrás, hasta los felices años ’50.
¡Pégale fuerte, Ike!

Eisenhower ocupaba la Casa Blanca y el American Way of Life nos convertía en la nación más alegre del mundo. Por aquellos tiempos yo era un feliz y soñador muchacho con toda la vida por delante y la cabeza repleta de sueños. Me imaginaba a mi mismo pilotando un F-104 Starfighter y reconquistando yo solo Corea del Norte o subiendo hasta la estratosfera para derribar Sputniks soviéticos. Mi padre comenzó a preocuparse porque según él, no era normal que un muchacho de quince años se pasase el día yendo de un lado para otro con los brazos extendidos imitando el sonido de un avión, en lugar empezar a correr tras las faldas de las muchachas como todos mis compañeros de East High School de Des Moines. Así que decidió tomar cartas en el asunto y enviarme en el verano de 1958 al Keewaydin Canoe Camp, en Vermont, donde según él, me convertiría en un auténtico ‘moosalamoo’, significase lo que significase aquello. Mi padre afirmaba que allí me enderezarían, me bajarían de las nubes y me convertirían en un auténtico hombre de provecho.
En aquellos años, todos soñabamos con pilotar un Starfighter
Resulta que moosalamoo era la categoría de jóvenes Keewaydin de entre 14 y 16 años,  adiestrados para la supervivencia. Me pregunto como se supone que nos adiestraban para la supervivencia en el bosque, la montaña o en cualquier punto de América tras el holocausto nuclear inminente en ese maldito campamento. Me pregunto también como se supone que iban a enderezarnos y convertirnos en muchachos americanos de provecho con la variedad de estrategias pedagógicas que se aplicaban allí. Porque en el Campamento de Canoas Keewaydin lo único que se hacía era, nada más y nada menos que, remar en una canoa. ¿Tienes problemas de autoestima? Rema en el lago. ¿Eres más grueso que tus compañeros de clase y te llaman gordi? A remar en el lago. ¿Tienes un claro problema psicológico que te impulsa a prender fuego a las cosas? ¡¡Rema en el maldito lago!!
¿Divertido? No...
Nada más llegar allí me presenté como el capitán de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos Johnny R. Hoth. Y ellos contestaron a mis heroicas aspiraciones marciales como tantas otras veces se ha contestado a los veteranos en este país: propinándome una de las mayores palizas que he recibido en mi vida en tiempos de paz (hay que admitir que los sistemas educativos para los jóvenes eran un tanto más bruscos en aquella época). Los encargados de darme la paliza fueron los llamados moosalamoo senior, es decir, los muchachos de 16 años del campamento. Y entre ellos destacaba (¿adivinan?) un bobalicón de mirada aviesa y rostro de orangután llamado Mickey Dammann Eisner.
Eisner ya daba muestras en aquella época de lo que era. Para empezar, se pasó todo el maldito verano haciéndonos la vida imposible a los chavales más jóvenes que él. Nos trataba como si fuésemos malditos novatos de una fraternidad universitaria, fuese o no fuese nuestro primer año en el campamento. En cierta ocasión le metió en los pantalones a un muchacho una serpiente de agua y le obligó a cantar y bailar Shoo Shoo Baby. Pero cuando se encontraba delante de los monitores o de campistas mayores que él, el maldito hipócrita se ponía a sonreír más que si tuviese el tétanos­.
Encima el tipo no dejaba ni por un instante de darse aires. Se paseaba por allí como si fuese el dueño del corral presumiendo porque su bisabuelo, Sigmund, había sido el jodido proveedor de los uniformes de los boy scouts. ¿Puede haber un motivo más mierdoso para darse aires? Su bisabuelo era un miserable costurero judío que fabricaba los uniformes para una organización juvenil fundada por un jodido simpatizante de los nazis confeso. ¡Enhorabuena Michael! Por supuesto todo ese asunto del judaísmo escapaba a mis ámbitos de conocimientos en aquella época y nunca le ataqué con ninguna clase de insulto antisemita. Como mucho le llamaba orangután. Y tampoco es que se lo llamara a la cara, solo lo decía cuando él no estaba porque si me hubiese pillado diciéndolo me habría dado una paliza. Todo habría sido distinto si hubiese tenido mi Lockheed F-104 listo para el combate. Entonces Mickey Dumbann Eisner se habría enterado de lo que sucedía al meterse con un coronel condecorado de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos de América (consideraba el tiempo que había pasado en Keewaydin como servicio prestado en combate e imaginariamente había sido ascendido y condecorado).
El viejo Sigmund Eisner en cuestión.
El caso es, que cuando se es joven, a uno se le ocurren cosas muy imaginativas para vengarse de un abusón. Y además en aquella época se dispone de la energía o de la inconsciencia suficiente para llevarla a cabo. Durante lo que duró el campamento, Eisner no se limitó a maltratar a los que eran más débiles que él y lamerles el culo a los monitores. También dio rienda suelta a su efervescencia adolescente. Había una chica por allí, Cindy Harter, que era sobrina del tipo que dirigía el campamento Songadeewin, el equivalente a Keewaydin para chicas. Cindy tenía los dientes torcidos, una voz horrible y una actitud tremendamente desagradable, lo que hizo inevitable que entre ella y Dumbann Eisner surgiese un romántico idilio de verano. Por ser la sobrina de Doc Harter, la muchacha podía escaquearse de la estupidez de las canoas siempre que quisiese e iba de un lado para otro con un perro ridículo al que llamaba Archer en honor al héroe de la II Guerra Mundial, según ella, a pesar de que el aspecto del cánido hacia pensar en que era bastante más viejo que el propio general Vandergrift.
Las cosas que decía mi madre siempre habían tenido como único objetivo proporcionar el bien a la gente. Ella no albergaba ninguna maldad, pueden estar seguros. No ha habido una mujer de mayor corazón en todo Iowa. Así siguiendo una lógica aplastante, invirtiendo las cosas que decía se podía lograr hacer mucho mal.
Así que ni corto ni perezoso, decidí dar la vuelta a uno de los consejos que más frecuentemente repetía. No resultaba fácil, porque no encontraba la manera de hacer comer a Eisner del comedero de Archer. Por más que le daba vueltas, no era capaz de inventar una manera para engañarle y que lo hiciese. Pero, en ocasiones, la suerte se pone de parte del débil. Antes de que acabase el verano, a ninguno nos sorprendió, Archer murió como un maldito perro. Al fin y al cabo es lo que era, y por eso no nos sorprendió. El idiota se lazó desde uno de los embarcaderos al lago para atacarse a si mismo al ver su reflejo y se ahogó. Puede decirse que fue el último acto de combate del general. Y en ese momento se hizo innecesario que Michael comiese de su comedero. Porque, si queridos lectores y patriotas, aquel acontecimiento me dio la oportunidad de contratar a un payaso para un funeral.
Una foto de aquellos tiempos del lago. En realidad, en los años '50 se veía a color.
Todo fue extremadamente sencillo. Eisner tuvo la brillante ocurrencia de organizar el funeral para el maldito perro con el pretendido objetivo de ganar puntos frente a la inconsolable Cindy. Pero aunque delante de ella apareciese como un auténtico caballero y mostrase todo su sentimiento para expresar lo profundamente que le había afectado la muerte de ese repugnante perro, en realidad, por supuesto, no iba a ensuciarse las manos haciendo ninguna tarea, empezando por sacar al maldito animal del lago. Así en cuanto tuve oportunidad, convencí a los otros muchachos de vengarnos de una vez de él.
Kevin Gustavson, uno de los chicos de primer año de moosalamoo, fue quién interpretó al payaso. Se suponía que tenía que vestirse con unos pantalones de monitor que le quedaban grandes con unos tirantes, una camisa de leñador y, con la cara pintada con las pinturas del teatrillo Wampanoag, hacer un poco el imbécil para sabotear el funeral. Pero el caso es que Gustavson se tomó demasiado en serio el asunto del sabotaje y se puso a mear encima del perro. La Harter se puso a chillar como una histérica y Eisner se lanzó encima de Kevin como un oso Kodiak. Los demás no sabían muy bien que hacer pero yo no podía parar de reírme. Cuando Eisner alejó su atención del magullado Gustavson, preguntó de quién había sido la idea. Y esos miserables traidores me vendieron a los dos segundos. Dos segundos exactos.
Como dice el dicho: 'Perro idiota no sabe nadar'.
En ese momento pensé que Michael iba a matarme y que ya que iba a morir, por lo menos iba a hacerlo feliz porque no podía parar de reírme. Pero no me pegó. Solo se acercó a mí y me dijo: “Voy a dedicar el resto de mi vida a hacer de la tuya un maldito infierno, Hoth”. Bueno… no sé si empleo esas palabras exactamente, pero fueron algo parecido. ¡El mensaje implícito era ese! El caso es que, de haber sabido hasta que punto esa rata rencorosa iba a tratar de cumplir su amenaza, quizá no me habría reído tanto.
Bueno, no se si sería gracias al terapéutico plan educativo a base de canoas y remos de Keewaydin, pero desde luego, cuando regresé a Des Moines, dejé de ir de un lado para otro imitando el sonido de un Starfighter. Al año siguiente me cuidé mucho de que mi padre me mandase de nuevo a ese maldito campamento buscándome un trabajo de verano. No es que tuviese miedo de volver a encontrarme con Eisner ni nada por el estilo, pero no me llamaba la atención pasar otro maldito verano en el lugar más remoto del este norteamericano. Un par de años después, acabé el instituto y me alisté en el ejército. Sin más noticias sobre ninguno de los muchachos de Keewaydin, simplemente me olvidé de Michael Eisner. Y no volvería a saber de él hasta muchos años más tarde, después de mil y una aventuras en el sudeste asiático. Pero esa, queridos lectores y patriotas, es otra historia.

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